miércoles, 15 de septiembre de 2010

Remedios que matan - Por Juan Sharpe

LA NACIÓN

En tiempos apocalípticos hay muchas más maneras de morir. Más que en esos tiempos insulsos y aburridos durante los cuales nuestros abuelos creían en la ciencia y el progreso.

La ciencia y sus tecnologías han refinado muchos caminos para abandonar este mundo cruel y fascinante. Algunas industrias se especializan en dicho arte, antes reservado a la espada de los guerreros y la acción de las pestes.

La bélica es una. La aeronáutica otra, y evitaremos chistecitos sobre la crueldad del destino de una abuela que se va a hacer gimnasia con su nieta y muere aplastada por un avión guiado por un piloto experto recién despegado de un aeródromo que debiera haberse cerrado hace ya mucho.

La farmacéutica es otra de las industrias especializadas en experimentar con la muerte de sus clientes. Cada tanto nos llegan noticias de sus experimentos.

La FDA de Estados Unidos, un organismo similar al Instituto de Salud Pública chileno, constató que la fenilpropalamina, una sustancia presente en por lo menos 21 medicamentos, la mayoría analgésicos y antigripales, produce efectos fatales, o sea te puede matar.

Hasta ahora no estaba precisado en las contraindicaciones de sus prospectos, pero si te haces cliente frecuente de un antigripal puedes irte al otro patio. Son cosas bonitas de esta sociedad del lucro. Son contra escenas de esas imágenes idílicas de sus anuncios con familias de plástico sonriendo luego de tomar nastizol como si fuera la ambrosía de la felicidad.

Esos tipos sacan al mercado una pastilla, convierten a los pobres médicos en ejecutivos de cuentas de sus departamentos comerciales vía recetas de sus fenilpropalaminas de turno y a los doctores que se portan bien, o sea los que cumplen sus objetivos de venta, les regalan un crucero por las islas griegas con sus esposas o sus amantes -que los laboratorios tampoco se meten en esas cosas-, un I phone con jacuzzi o algún juguete similar.

O sea que mis nastizol para los dolores de cabeza pudieron haberme matado o perfeccionado la idiotez mediante una hemorragia cerebral, que me habría llevado a esos resort que llaman clínicas donde la industria farmacéutica sigue perpetrando su negocio de la muerte, al tiempo que perfecciona sus investigaciones bioquímicas.

Tiene cojones haber llegado al siglo XXI muriendo de los remedios que nos venden para aliviar el dolor de cabeza que produce ganarse la vida. Esa casta que se dedica al negocio de la salud tiene bula en la sociedad, es consultada en los matinales, asesora a gobiernos pero son apenas muñequitos guiados por los laboratorios que facturan cada vez que el pediatra prescribe un antigripal asesino en el consultorio de mi barrio.

Son las ventajas del progreso logrado por los santones de la ciencia. Antes te morías de tuberculosis en el campo, ahora te mata el remedio contra esa peste. Antes morías fulminado por una gripe, ahora mueres en un resort de Vitacura con aire acondicionado y acosado por 35 especialistas ávidos de facturar el estado de tus glándulas renales.

La muerte, sin embargo, sigue generando las mejores declaraciones de amor: Vivian Castro, la viuda del piloto del Cessna estrellado en Peñalolén dijo ayer que su marido era el mejor piloto y el mejor padre que existía en el mundo.

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